"Esa es mi bandera. Lo sigue siendo". Como decenas de veteranos deportados, el mexicano José Melquíades sigue sintiendo como suyos los colores de Estados Unidos, por lo que conserva, al otro lado de la frontera, la esperanza de regresar a un país del que no guarda "malos sentimientos".
En la fronteriza ciudad mexicana de Tijuana, una pequeña casa sirve como punto de encuentro y refugio para aquellas personas que llegaron a EEUU hace años, ejercieron como militares y más tarde, por alguna falta o delito menor, fueron expulsados de ese país.
Desde hace unos días, José Melquíades Velasco duerme en este hogar, en el que una gran bandera estadounidense recibe a los visitantes.
Una estrecha escalera, enmarcada por fotografías de veteranos, lleva al piso superior, donde hay una habitación con dos pequeñas camas, unas pilas de libros (en inglés) y unas máquinas para hacer ejercicios.
En el que temporalmente será su hogar por un máximo de tres meses, José insiste en su inocencia. "No he hecho nada", reitera en una entrevista con Efe.
Nacido en Guadalajara, este veterano de 64 años ha vivido prácticamente toda su vida en Estados Unidos, a donde llegó cuando tenía 11.
Entró en el servicio militar a principios de la década de 1970, cuando la Guerra de Vietnam daba sus últimos coletazos. Durante años fue instructor de los sistemas de armamento de helicópteros de combate y formó parte de la Guardia Nacional.
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Un día quedó atrapado en mitad de un tiroteo y fue detenido por la policía. Tras esto inició un proceso que le llevó a estar 490 días en la cárcel pero en el que no fue sentenciado. Pese a ello, acabó siendo deportado.
Su "error", como él mismo reconoce, fue no haberse nacionalizado -solo tenía la residencia- cuando tuvo ocasión, porque nunca pensó "que lo fuera a necesitar".
"Mi objetivo es regresar, porque lo considero (a EEUU) como mi patria; no tengo otra", indica José, a quien le han cancelado todos sus beneficios de veterano por un proceso que, afirma, tuvo irregularidades a nivel local.
Asegura que no está "lastimado con la bandera o con la gente" de Estados Unidos: "No tengo malos sentimientos, especialmente contra el país. Lo que hizo el sistema no quiere decir que todo el país sea igual".
Ha pasado una década desde que fue deportado, pero Armando Scott recuerda lo que sintió en ese momento: "Lo que más me dolió es que puse mi vida en peligro para ese país y ellos nada más me patearon como patean a una basura".
Este panameño, que siempre quiso trabajar en el Ejército porque así lo hicieron su padre y sus hermanos, llegó a Nueva York en 1980, y estuvo siete años en el servicio militar.
La policía lo detuvo en San Diego y lo metió en prisión por transportar en su coche a un compañero de trabajo que no tenía papeles.
Su abogado de oficio le instó a declararse culpable, porque en teoría así solo le darían seis meses de prisión y luego le dejarían ir. Así lo hizo, pero sus planes no salieron como esperaba.
"Cuando venía para salirme (de prisión) me dijeron (de Migración) 'No, tú vienes conmigo'. Resulta que tenía que pelear mi caso, pero yo no tenía dinero", argumenta.
Para los veteranos deportados, la esperanza tiene nombre propio: Héctor Barajas. Él es el fundador del albergue, y regresó a EEUU el pasado abril, ocho años después de haber sido expulsado por estar implicado en un tiroteo.
Emiliano Arce, de 56 años y originario del estado mexicano de Nayarit, dice a Efe que lo que hace falta es que se cambie la legislación para que "a los veteranos se les dé otra oportunidad".
Él vivía en Estados Unidos desde los nueve años, y cuando cumplió la mayoría de edad ingresó a la Marina.
"Siempre he querido estar de soldado. Me gustaba porque la gente me hablaba de que podía ir a Alemania, a Japón, las islas Filipinas... y me gusta viajar", rememora.